Durante mucho tiempo, lo anecdótico me guio en el proceso creativo. La inspiración fluía desde experiencias vividas, y esa ingenuidad inicial resultaba válida. Permitía que la intuición dominara, que los colores, las formas y el espacio fueran mis guías. Sin embargo, con el paso del tiempo, comprendí que faltaba algo más: una dimensión racional, una comprensión más profunda del porqué detrás de mi obra.
Estos 15 años de trabajo, fueron necesarios para llegar a ese punto de madurez. Al principio, aunque percibía algo especial en mi trabajo, factores externos me impedían profundizar en esa sensación. Alcanzar esa claridad no fue inmediato y lo que algunos logran ver, desde el inicio, a mí me tomó más tiempo. Fue necesario atravesar experiencias personales, ajenas al arte, que desencadenaron este proceso de revelación y comprensión.
Hoy puedo ver con claridad el sentido detrás de mi trabajo. El espacio en blanco, ese vacío que parece ser infinito y finito al mismo tiempo, no tiene para mí un significado sin una estructura que lo contenga. Desde la parte formal, necesito crear una matriz para poder expresarme en ella. Siempre intuí que la pintura podía tener un rol más protagónico, que podía llevarla a manifestarse de una manera diferente y única; pues desde el principio, quise que mi pintura fuera algo más que solo una superficie cubierta de color. Ahora entiendo que al trazar líneas paralelas, dejando un espacio medido entre ellas, como en un campo arado donde se preparan los surcos para sembrar, comencé a desentrañar un concepto mayor. Esa matriz de líneas no solo organiza el espacio pictórico, sino que revela algo sobre la naturaleza humana. Como individuos, somos seres que nacen dentro de un entramado preestablecido, dentro de estructuras y reglas sociales que determinan cómo existimos y nos movemos en el mundo.
Somos algo concreto dentro de un espacio y un tiempo determinados, y es esa limitación la que,
paradójicamente, me permite crear.